En esta obra el espectador se enfrenta a una composición dividida en tres paneles que mantienen una unidad conceptual profundamente articulada. Con trazo seguro y lenguaje visual sintético, el artista lanza una crítica soterrada pero penetrante hacia las estructuras de poder que moldean, manipulan o, más insidiosamente, silencian.
El primer impacto visual es el cromatismo: un amarillo que ocupa la mayoría del fondo, quebrado por formas geométricas en blanco y gris, sobre el cual se dibujan, casi como un susurro grave, manos y pies delineados en negro. Estos rastros corporales no son meras ilustraciones, sino huellas de existencia, signos de presencia desvanecida, ausencias que claman. Sus tonos acentúan y revelan la transparencia como síntoma de algo que ya no está o que no puede hablar por sí mismo. El verde (esperanza) ascendente es eje central de la composición, una referencia implícita al impulso vital de quienes han sido relegados por el olvido.
El artista se desmarca de toda complacencia visual. Aquí no hay armonía, hay herida. El nudo central —denso, oscuro, impenetrable— una imagen poderosa del olvido estructural: no se trata de la pérdida espontánea, sino del silencio impuesto. Los hilos negros que lo atraviesan no solo unen los paneles, también atan, ahogan, recuerdan.
La obra remite a los ensamblajes de Louise Bourgeois, con su insistencia en lo corporal y la memoria, donde lo lineal y lo cromático coexisten en tensión. Pero hay aquí también una pulsión política, una intencionalidad ética que nos sitúa en el terreno de la denuncia silenciosa, a la manera de Doris Salcedo o Teresa Margolles. Las manos que se aferran, los pies que cuelgan o caminan en el vacío, evocan cuerpos que han sido arrancados de su historia.
La maraña central —ese nudo negro que parece girar o concentrar toda la tensión del tríptico— funciona como metáfora del olvido. Es un nudo, como diría Derrida, imposible de desatar, una acumulación de contradicciones y silencios. Esta figura del hilo recuerda inevitablemente el mito de Ariadna, pero aquí no hay salida del laberinto: solo memoria suspendida.
El texto que acompaña la colección a la que pertenece esta obra, actúa como un manifiesto: “Cuando los análisis e ideas bajo premisas comerciales, éticas o políticas descomponen el arte…” Esta frase inicial denuncia el vaciamiento del arte cuando se somete a fuerzas externas, cuando deja de ser un territorio de libertad para convertirse en instrumento de intereses. La obra se posiciona entonces como resistencia: una negativa a olvidar, a acomodarse, a silenciar.
Asimismo, el gesto de incluir en el susodicho texto “sin distinción de ideologías” señala una crítica transversal: tanto los sistemas autoritarios como los democráticos, tanto las izquierdas como las derechas, son capaces de producir olvido cuando este les conviene. La obra apunta hacia las víctimas de todos los bandos, hacia aquellos cuya disidencia o marginalidad resulta incómoda para el relato oficial.
Esta obra parece dialogar con Walter Benjamin y su “ángel de la historia” que ve cómo los escombros del pasado se amontonan. Aquí, los escombros están hechos de cuerpos (como en series anteriores de Jesus Tejedor) de manos que se extienden buscando agarrarse a algo, de pies que cuelgan sin dirección, atrapados en una estructura geométrica basada en el hexágono que sugiere lo institucional, lo sistémico. El fondo amarillo, lejos de sugerir calidez, se convierte en una atmósfera de enfermedad, de luz que hiere.
El arte aquí no es mercancía ni ornamento: es un acto de memoria, una forma de resistir al olvido. Otra pieza que obliga al espectador a incomodarse. No habla por los silenciados: les devuelve, aunque sea por un instante, su forma.